Ofelia resucitada: O cómo no olvidar la bata roja de Kim


“Las ropas huecas y extendidas la llevaron un rato sobre las aguas, semejante a una sirena” (Hamlet, acto IV, escena XXIV)

No es lo mismo tener las ropas mojadas que encontrarse húmeda. Algo de eso le sucedía a Kim. Desde que fue recogida de las aguas cual Eurídice, Madeleine Elster renació como Afrodita. Fue la falsa muerte de la Novak. Ophelia se resistió a los dioses y resucitó, quién lo iba a decir, en los brazos de un blando James Stewart. Se rebeló de la farsa de su destino en las frías aguas de la Bahía de San Francisco. Puente rojo, cielo brumoso, y aguas verdemar.

Pestañas cerradas y labios rojos. Piel de nácar y pelo platino. Moño enredado en espiral, chipiado e inacabado, rebelde y flotando, listo para caer sobre los hombros de Madeleine, con la majestad de una Marguerite Khnopff, de talle ajustado y espalda erguida, tableaux vivants a la altura del inquietante Portrait of Carlotta de John Ferren, fiel retrato de su bisabuela.

El amor intangible de Scottie pasó a ser su capricho hecho carne, convertido en muslo. No la desnudó para secarle las ropas, sino que la desvistió para animarle el alma y, de paso, hacer de calefacción con su piel. En el coche se aceleró la sangre, y pronto llegaron a su nido destino, con el calefactor preparado, la radio apagada y la chimenea chismoseando sobre el aliento de los enamorados, uno activo, la otra, dejada.

Ella se dejó querer pero, sobre todo, se dejó hacer, algo que ni los más tramposos han sabido contarnos. Mientras perdía las prendas cual mano de cartas, con los ojos cerrados Kim acompasaba posturas para dirigir al amante ufano. Una pierna por un lado, la mano por otro. El párpado arriba, la nuca hacia abajo. El tesón permanente, las curvas prominentes. El ritmo, cardíaco. La escena, prohibida. Vamos, desparrame de celuloide.

Un tiempo para la intimidad, la de la historia, los secretos y los deseos. Kim se lo merece. No saber más ni imaginar tampoco. Prohibido. Soñar acaso con la entrada a la casa, el reposo en el sofá, la luz tenue y el desabroche de botones. Pero no más. Ni menos. Hasta la caída de cinturones.

Y después, un tiempo para el descanso, el sosiego de tanto rodaje. La acogida de las sábanas y la caída en las almohadas. El olvido de ese amante, y el sueño del amor deseado. Huir, volar, pero también velar. Kim se relaja de la fatiga y James vigila. Vigila a su presa, pero sobre todo a su instinto, pues peligrosa es la víctima del enamoramiento que no acaba de creerse lo consumado. Amour fou. Desconecte y elipsis. Censura mental, también corporal. En todo caso, brecha animal.

Sobresaltada, reaparece la Novak, resplandeciente de orgasmos, fresca para mirar a cámara. Erguida, una postura sobresaliente para una nueva mariposa, crisálida renovada tras el polvo estelar, el del star system. El pecho oculto tras la colcha y, tras ella, un falso pudor que vuelve a reclamar todo lo contrario: la llamada de la selva, la de la mata de oro, la mantis no tan religiosa que goza tanto del rictus como de la espera.

Maquillada y con coleta, bata roja y topos blancos, la esfinge Novak se levanta. Se eleva el monumento como en las películas de Fellini. Camina descalza con la punta de los pies. Circula por el sendero imaginado del coqueteo, dejando perfume de sudor y flores. Mujer de perfil eterno, belleza intangible como la de las obras de John Everett Millais, Kim se pronuncia.
Zaragoza, 2005