Sinsombras. El País de las Maravillas ya tiene nombre: se llama Ana Medem (marzo 2001)



SINSOMBRAS. Esto de escribir para Ana es un ritual que me ha costado casi diez años. Sólo para incluir, al menos, su foto en la Red y el texto que hice para su retrospectiva de obras presentadas en la ciudad de Nantes (Francia), en el marco del festival de cine, en el Espacio Cosmópolis en marzo 2001, muestra de la que Eva y yo hicimos de honrados embajadores. En su Edén, ésta es su poesía y su propuesta naïf para sujetos, animales, paisajes e interiores repletos de Alma. Ana, te queremos...





El País de las Maravillas ya tiene nombre: se llama Ana Medem


‘Me encanta salirme del dibujo’. Ana Medem (Madrid, 1962) es una mujer artista de trazo limpio y mirada impresionista, entusiasta autodidacta que vuelca en la pintura lo mejor de sí (que es mucho), medio donde muestra su disfrute y vitalidad.

Aunque su afición por las ceras fue a los dieciséis, no sería hasta principios de los noventa cuando se decidió a mostrar su obra en exposición. Personal y única en su especie, tanto en estilo como en materiales, esta inconformista debe algún que otro momento de inspiración a la obra de Van Gogh, Matisse y Picasso, los expresionistas y Ceesepe, al look de las primeras películas de Almodóvar y a la guasa total de Mariscal.

Ana Medem recrea escenas como nadie. Por encima de lo naïf retrata un mundo animado, salpicado de tanta magia como poesía, de tanto color como humor. Animales (con los sentimientos más puros), figuras (más que rostros), interiores (invitadores y abiertos), naturaleza muerta (que da vida hasta a un frutero) y paisajes (sin fronteras ni recelos) son las constantes temáticas con las que juega la joven y madura autora. Sinsombras. En vez de marcar la sombra, añade otro color. En vez de lamentarse, deja a un lado todas nuestras sombras. Sobre todo las más claras. Ese es el ideal y la apuesta.

Su inquietud se expande en la danza y la coreografía, en el teatro y los decorados, y, en cierta forma, también en nosotros. Sus cuadros primeros poseen lo mismo que los recién pintados: un limpio soplo de frescura y energía, como si mirarlos fuera abrir la puerta del árbol que conduce al País de las Maravillas, al mundo de Ana, ese que ingenuamente creemos que no existe, pero que convive siempre a nuestro lado.