Las novias de Drácula (1960) de Terence Fisher






EL PRÍNCIPE ENCANTADO




Existe otro mundo
pero está en éste

Paul Eluard

Entre la variedad y riqueza de sus obras, LAS NOVIAS DE DRÁCULA (The Brides of Dracula, 1960) es la mejor de las películas de Terence Fisher. ¿Por qué esa conexión tan mágica e hipnótica del espectador con el film? Porque la historia de LAS NOVIAS DE DRÁCULA trenza diversidad de motivos cercanos a lo mitológico, a la tragedia griega clásica, al imaginario de los cuentos, así como a otros construidos sobre la tradición popular y el propio bagaje del género de vampiros, creando una obra nueva, donde Fisher construye con estas hebras una sinfonía rabiosa, inquietante y perversa, pero también romántica, visionaria y bella. Fisher se adentra rápido en nuestro mapa de emociones.

Los créditos de LAS NOVIAS DE DRÁCULA arrancan con una presentación orquestal sugerente del horror, más si cabe con la frialdad visual de un grabado del Castillo de Transilvania, fijo con la partitura de Malcolm Williamson. Con una imagen manierista rica en color, los sonidos volverán a los minutos para presagiar la presencia de lo extraño: banda sonora para unos caballos siempre crispados, motivos electrónicos y ruido sucio -como el revoloteo de moscas, signo de muerte-, psicofonías al compás de las ruedas, que luego tendrán vida propia en los momentos de peligro, sabiamente combinados con la soledad de los silencios.

Una voz habla sobre el apocalíptico final del siglo XIX y la existencia de discípulos de Drácula que viven “manteniendo el culto y corrompiendo el mundo”; en el film, una vieja familia aristócrata en plena putrefacción, donde ser un vampiro se considera una enfermedad. La bella Marianne Danielle (Ivonne Monlaur) viaja sola a la Escuela Badstein de señoritas para dar clases de francés. Parada y fonda para el refresco, y dejar tirada a una protagonista que desde el comienzo pide ir de víctima. La posada no le asegura el cobijo y será la baronesa Meinster (Martita Hunt), cuya figura recuerda a un gran insecto, quien sí se interese por ella: “¿Me haría el honor de acompañarme? Soy una vieja solitaria”. Una invitación que es un rapto, además de una declaración, primera conducta de lo que será una constante: un crisol de identidades sexuales subrayando la homosexualidad -entre casi todas las mujeres por un lado, y del barón Meinster (David Peel) por otro- junto a relaciones perversas, incluyendo el incesto.

El Castillo se presenta pronto como personaje, como un obligado fin de viaje y como el escenario de la trama, que Fisher rueda con maestría sabiendo aprovechar al máximo su amplitud y posibilidades. En su tremenda quietud, aquí el Castillo es más que nunca la Casa del Mal, y clara es la propuesta de la película: un paseo iniciático por los mundos del alma, transitar por el terreno de lo espiritual para librar lucha contra el Mal que, como Prometeo, ha sido liberado de sus cadenas. Movida por la seducción y la lástima, Marianne arrebata la llave del corazón de su madre, valentía que es toda una torpeza. Bajo la forma del barón Meinster, el Nuevo Drácula goza de dos impresionantes momentos de presentación: uno preso en sus aposentos y otro en libre majestad. Con la Bestia sin ataduras, comienza una nueva era en el propio film.

El trascendente encuentro con una esfinge ya vampira, de nuevo la edípica Baronesa Meinster, da pie a la primera jaculatoria: “¿Quién es aquél que no tiene miedo?”, pregunta. “Sólo Dios no tiene miedo”, responde convencido y arrojado el doctor (y ahora sacerdote) Van Helsing en su primera prueba, ya enamorado de Marianne. LAS NOVIAS DE DRÁCULA es una reflexión sobre la bajada a los infiernos, donde cada escenario es (representado) sobrenatural, y donde un elegante Peter Cushing personifica más que nunca al héroe espiritual. Pero también cuenta con otra travesía, la opuesta -todavía más peligrosa-, la de la Bestia que habita entre nosotros, pues, una vez liberado, el barón se maquilla en modales y va a por su amada presa a la Escuela de Badstein.

Su porte atrae al resto de compañeras de Marianne, las restantes novias de Drácula. Fuera del Castillo surge el triángulo y los celos, pues no sólo de homosexualidad bebe la cinta. El ahora codiciado barón quiere sellar su amor de balcón con nuestra cándida protagonista, que en esto sí que cae rendida. Y sí es ahora, y no antes, cuando vemos también a Van Helsing perder su temple ante la ingenuidad de la profesora que ha llegado a prometerse con el barón Meinster: Marianne, que dice que las vampiras se parecen a sus amigas muertas. El pulso se traslada a otro nuevo combate: la sabiduría del Bien frente a la ignorancia del Mal. Cesare Ripa asigna el murciélago a la representación de la ignorancia porque, como sucede con el animal, el ignorante gusta de estar a oscuras más que acercarse a la luz de la verdad. Marianne corre este peligro.

La película está repleta de escenas antológicas, como la comida de Marianne en el Castillo mientras la baronesa teje su tela de araña, la llamada del ama de llaves Greta (Freda Jackson) a la primera muerta para su salida de la tumba como si fuera un parto, o cuando el barón no se refleja en el espejo del aposento de Gina (Andrée Melly). Para su resolución aparecen nuevos espacios, un establo y un molino, tan cercanos a lo animal como oníricos. Una vez más, Van Helsing rescatando a Eurídice de los infiernos, no sin haber sido mordido por su deseoso oponente, el barón Meinster, y en un alarde de luz y tenacidad, haber purificado la herida con agua bendita. Trascendencias aparte, la lucha es ahora en disputa de Marianne. Se oyen las risas del molino. Son el coro de vampiras, que animan al amo. Pero el molino girará para santiguarse, para hacer la señal de la cruz con la Luna llena haciendo de Sol y acabar así con el Vampiro. Al final quedará sola la pareja y con ellos una fría historia de amor./CG Dirigido, abril 2004



'Aunque la figura del conde Drácula brille en ella por su ausencia, he aquí una película que no puede faltar en ninguna antología dedicada al tema: una obra maestra absoluta, delirante y surrealista, casi obscena en su representación de la sexualidad decadente y pervertida, pero también presa, a diferencia de su ilustre predecesora —Drácula— de un manierismo ya desatado'.
Carlos Losilla

'El fárrago no existe porque las secuencias están dominadas por la inquietud: Las novias de Drácula, uno de los mejores títulos del fantastique llamado gótico, no es un film de terror vital sino un film de terror de biblioteca; y en este sentido está más cerca, por tono, por la significación de determinados objetos, por la importancia dramática del pasado, de los relatos de M. R. James y de Walter de la Mare'.
José María Latorre

'Esta nueva producción de Michael Carreras retoma, con la misma ausencia de convicción, los decorados, los actores y los restos de hemoglobina de las entregas precedentes'.
Cahiers du cinéma