'Los abrazos rotos': Lluís-Pedro-Lluís



Nuestra generación creció con su cine. Y la virtud de Almodóvar es que ha sabido enriquecer sus películas con el paso del tiempo, no luchando contra él, sino asumiéndolo de manera sabia. Por respeto a la obra, he esperado a ver su nueva película unas semanas más tarde del (merecido) ruido de su estreno. Y me ha encantado.
Los abrazos rotos es la mejor composición melo del último Almodóvar, para mí superior en virtudes y sobre todo en autenticidad a sus anteriores películas. Las patas de la historia se apoyan en una importante dirección actoral, donde hombres y mujeres, junto a la pareja protagonista, maduros —muy grandes José Luis Gómez y Ángela Molina— y jóvenes —estupendos Tamar Novas, Rubén Ochandiano y Alejo Sauras—, quedan mágicamente integrados en una historia McGuffin, excusa para retratar pasiones y celos —también de una bella y elegantemente tensa Blanca Portillo—, sentimientos nunca expresados, deseos siempre anhelados. Y lo bien que los presenta ante el espectador, uno a uno, en la pantalla y telón, Homar, Tamar...


Los abrazos rotos por la fatalidad humana beben de todo el imaginario almodovariano, expresado con tanto sosiego y calma como sinceridad. Qué gran escena la del polvo momia escondido tras las sábanas. Quizá sea ésta la química del brujo para una obra atada con la tragedia, muchas veces en tono fúnebre, como hizo con La mala educación, pero en este caso, presentada luminosa y luchadora, con ánimo de reconciliar y perdonar, aceptándose a uno mismo y a todos los demás, incluso a quienes más daño nos han hecho. El propio Lluís Homar lo formula perfecto al final, en la mesa de las confidencias.

Y es que otra de las claves de estos abrazos es el alma de la película, un Lluís-Pedro-Lluís, con el que Almodóvar ha sabido componer discurso, belleza, talento y estados de ánimo, juegos y miedos. Un físico e inteligente Homar es el Sol sobre el que se mueve toda la cinta, las relaciones, las historias, los deseos, las excusas. El experimentado actor vive un gran momento, y su madurez acepta a las mil maravillas las virtudes en el juego anímico de la edad: tan pronto se nos presenta joven, fuerte y con energía, como mayor, apagado y derrotado, buscando ser otro, buscando a tientas cual amable vampiro eso de seguir viviendo. Sólo Koldo Serra, Ventura Pons y Almodóvar han sabido reconocer lo grande que es Mr Homar, un Burt Lancaster a lo Visconti.
Amores ciegos de pasión, esclavos del querer, que gozan de la narrativa sonora de otro gran Alberto Iglesias, tan detallista como ambiental, donde piano, viento y en especial la cuerda —como en sus mejores partituras para Medem— adquiere un protagonismo más que singular. Solemnes sus temas de Amor ciego o la castiza Chicas y maletas, pero no menos piezas como Dona sangre, El sabor de tu boca o la lynchiana Peeping Tom.


Es curioso el juego de rupturas y fidelidades que no siempre se corresponden, resultado de la conciencia de sus personajes. Pocas veces en el cine de Pedro han sido tan morales. El juego de presencias y ausencias queda cosido con la bitácora visual del manchego, con muchos planos y guiños a su filmografía, recordándose simpático, joven y, a veces, tierno. Y muchos motivos sin explotar, como la peluca cana de Penélope Cruz —en ésta, sin duda, su mejor película en su momento más dulce, camaleón transformista de los sentimientos del manchego— la duplicidad en la foto de la playa o las cenizas tinerfeñas preludio del drama, por citar sólo unas de muchas.
El divertimento cuenta con licencias y alguna maravillosa gratuidad, que guste o no, le da marca y contrapunto. Qué bien los desnudos de Kira Miró y Carmen Machi en prólogo y epílogo. Y qué harto está uno de oír tontadas de los críticos sobre estos menesteres. Sin duda, Los abrazos rotos es la cinta más serena de Almodóvar, todo un disfrute calmo para sus apasionados seguidores.