Entre comedias y proverbios, Woody Allen se parece cada vez más a Eric Rohmer. En Café Society vuelve a recrear un tiempo dorado que pasó y no volvió, si bien sus criaturas son (somos) las de siempre, lo mismo que sus temas: Dios, los judíos, el sexo, los gángsters, etc. La inteligente fotografía de Vittorio Storaro no hace sino ahondar en la hiperrealidad de los postulados del director que una vez más reflexiona sobre las banalidades de la industria de Hollywood. Como decía Cioran en su Breviario de podredumbre, “la diferencia entre la inteligencia y la estupidez reside en el manejo del adjetivo, cuyo uso no diversificado constituye la banalidad”.
Y esa es una de las consignas que flota entre la belleza de su estupenda cinta —bien mantenida sobre las espaldas de Jesse Eisenberg—, una sugerente e irónica mueca sobre la banalidad estética y moral de nuestra postmodernidad en plena era del postureo más doméstico. Una película para volver a contarnos los sueños de un seductor, en la que Rick Blaine regenta otro Casablanca donde lo romántico ha perdido la batalla, se ha empequeñecido cada vez más —relegándose a un rincón, al de la butaca de quien lo mira—, donde las aventuras y los sueños asumen el peso de la tibieza. Con ecos cruzados, emocionales, a Manhattan, ya no somos los mismos, quizá porque no hemos querido pactar con lo mejor de nosotros.
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