Construir un cartel de cine es una gran responsabilidad. No sólo es una carta de presentación, sino que sobre todo se trata de tejer un cosmos simbólico, donde los protagonistas queden retratados con sensibilidad y carácter, y la acción, el momento cumbre del cine, inmortalizado cual instantánea: primero como invitación a ver una película, para convertirse luego en perfecto cuadro para el recuerdo. Por tanto, la tarea del cartelista no sólo se centra en crear, sino también en recrear, algo de lo que este aragonés es maestro. Fernando Albericio (Tarazona, 1921) ha sabido narrar a través de este oficio posturas e imposturas, discursos cercanos al manierismo, ese que mantiene un pie en la modernidad y en lo clásico de sus relatos, y otro pie en las búsquedas de nuevos y sorprendentes significados.
Paramount, Columbia, Universal y Fox, películas bíblicas y westerns, Hithcock y cine de aventuras. De todo el inventario de Albericio me entusiasma especialmente su utilización de los rojos, la vitalidad de sus tipografías, la recreación de escenas siempre en un plano predominante con el título-marca de la película, la manera de componer las miradas de los personajes del cartel en función de su espectador, las formas de crear un estilo propio en la composición de sus espacios gráficos, otorgando vida propia a las secuencias de sus textos, pero dejando siempre presidir al actor o la actriz, porque sobre todo, el talento de Fernando Albericio como cartelista ha servido al cine para marcar su particular impronta, creativa y sociológica, exquisita y popular, perenne y elegante de alguien que a la vez ha sido testigo y relator artístico de un siglo que no hay que olvidar.