Retrato de navaja entre cartones. A propósito de 'Leo' (2000) de José Luis Borau


Seré algo heterodoxo. La clarividencia de nuestro autor exige saltar al viento y paladear lo nuevo. José Luis Borau y Clint Eastwood tienen mucho en común. Quizá sean los últimos clásicos, herederos del espíritu de Jean Renoir y de John Huston, donde lo moral se funde con la aventura para contar historias siempre western, de personajes frontera, resistentes y luchadores a lo Nicholas Ray o John Sturges, tomando siempre el pulso a su sociedad, a su pueblo, a su país. ‘Leo’ (2000) es una cinta del Oeste donde Icíar Bollaín sería la india lista y Javier Batanero el torpe vaquero confederado, un western maduro de refugio en saloon o cantina, de cárceles y ausencias de libertad, pues el crepúsculo de los espacios abiertos dio paso ya a la clausura de sus habitantes, junto a andamios, contenedores y basuras. El director vaquero también se hace algo mayor, y todo sucede en estos lugares íntimos, cerrados, y en su avenida principal, en la calle, y en territorios y espacios morales como el río, para compartir y reír, para morir y llorar.

Porque ‘Leo’ es una cinta de periferia desarrollada en un polígono industrial del extrarradio de Madrid, donde el escenario se presenta como gran protagonista, naves haciendo de plató, espacios de combate y testigos de la tragedia, universos secretos y hasta mágicos en lo más cotidiano y mundano, haciendo crecer el imaginario de Elia Kazan y Fernando León de Aranoa, microcosmos que no tienen nada que envidiar al cine de Julio Medem. ‘Leo’ es la mujer y la aventura. Qué curioso, qué ecos comunes proporciona ‘Leo’ a cintas como ‘La ardilla roja’ (1993), tan diferentes en temática y lejanas en estilo, pero cuánto dice eso también de la juventud y rasmia del director aragonés, sabio en su madurez, fresco en su talante creador e inconformista.
Presentando con Ventura Pons su ‘Anita no pierde el tren’ (2000) en el forum de la Fnac de Zaragoza, el autor catalán afirmaba que ‘Leo’ era la mejor cinta de su año. No iba desencaminado: Borau fue Goya al mejor director, y la película, Premio Especial del Jurado del Festival de Cine de Málaga y también Fotogramas de Plata. Lo tremendo fue la dificultad que tuvo la película para su estreno en Zaragoza y Aragón. Todavía recuerdo la convocatoria y encuentro con los medios de José Luis en los Cines Palafox presentando las credenciales de ‘Leo’. Esto, desgraciadamente, casi siempre sólo pasa en Aragón. Va en nuestro carácter y en la forma de (no) hacer política cultural.

Con un estupendo casting de la mano de Carmen Utrilla, Borau construye sus personajes a la par que disecciona cual bisturí las grisuras del alma y sus pasiones, fragilidades y contradicciones, a la vez que algunas pocas fortalezas y libertades. Una cinta de serie negra, de infiltrados, de mentira y ambigüedad, de manipulación y de crimen. Todo bajo una primera apariencia: vidas listas para el reciclaje. Como sabiamente anticipa Borau en el prólogo de sus créditos —cartones que van cayendo uno encima de otro cual cartas de una baraja— ‘Leo’ habla de las existencias usadas y usables, de lo azaroso del azar. Los cartones nunca abandonan a Leo. Son también su telón de fondo en su nuevo trabajo en la fábrica. Y aparecen íntimos en el libro álbum de fotografías envuelto en papel, el corazón secreto causante del drama.
Con ‘Leo’, Borau construye un retrato social lúcido y complejo sobre los perdedores. El punto de vista desde el que lo cuenta no nos permite identificarnos con ningún personaje en concreto. Parte de su sabiduría es la de establecer la distancia justa entre el espectador y la película, entre sus sentimientos y las emociones que la historia representa. Es fijar el punto justo en afectarse. Aventurarse con la película de la forma correcta, para que ésta tenga vida propia en quien la ve. Muchos se obstinan en presentar sensaciones de calor en los afectos, pero la frialdad de esta historia merecía la longitud exacta que Borau ha sabido adoptar durante todo el relato. La estupenda banda sonora de Álvaro de Cárdenas bien ayuda a todo ello.

‘Leo’ apela al espíritu de supervivencia de la joven en el difícil terreno físico y emocional dominado por los hombres, aunque tampoco el suyo es un oficio habitual de mujer. Si Cristina Marcos en ‘Maravillas’ (1980) de su compañero Manuel Gutiérrez Aragón y Victoria Abril en ‘Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto’ (1995) de Agustín Díaz Yanes supieron construir bellos y épicos retratos sensibles de estas doncellas, la ‘Leo’ de José Luis Borau, consigue, gracias al alma de una Icíar Bollaín en estado de gracia, un espacio propio en el olimpo trágico de las heroínas susurrantes de libertad. Si para muchos, como mi amigo Luis Gascón, la Bollaín perenne es la joven de ‘El sur’ (1983), para nuestra generación de cuarentones, la misma que Icíar, es Leo quien deja impronta de su carácter en su forma de actuar, mirar, hablar, expresar. En un mundo machista donde todos miran a Leo. Y la lista Leo, huye hacia delante, sin importarle encontrar su sitio en el cosmos.
Si la Bollaín está magnífica en su papel, eso es también gracias a la réplica de los vértices del triángulo fatal: la contención de Javier Batanero que Borau saca lo mejor de él para tensionar (en palanca) a su Salva, y la omnipresencia de Valeri Jlevinski, Gabo, un maestro extranjero de artes marciales que apuntala solidez, originalidad y una extraña belleza hitchcockiana en todo el bricolaje de la película.

Aunque Borau apoya su discurso en la cita de Shakespeare “un gran amor sólo merece llamarse así cuando acaba con la muerte”, ‘Leo’ estimula muchos de los grandes temas del inglés: el amour fou, la pasión y los celos, claro, pero también la lealtad y fidelidad, apariencia y desconfianza, la traición y fatalidad, la fierecilla domada en la lucha de sexos a lo Howard Hawks —o a George Cukor en ‘La gran aventura de Silvia’ (1935)—, y los diversos ejercicios y pulsos de dominio y poder, público y de alcoba.
Los universos icónicos son regios en ‘Leo’: la navaja presente en tensión desde el comienzo, que es el epílogo de un final tan cerrado como sugerentemente abierto (lo que es seguro, que será trágico); Salvador (ironía) es un guarda jurado, un vigilante que sobre todo nos dará inseguridad; el anillo mensajero como alianza equívoca de misterio, deseos y fidelidades. Y hablando de iconos, no quiero olvidar el cartel del siempre moderno y sorprendente Iván Zulueta, inteligente y bello en su presentación, fundiendo dos instantáneas importantes del film.

Si Buñuel tuvo su ‘Viridiana’ (1961) o ‘Nazarín’ (1958), Borau tiene su ‘Furtivos’ (1975), pero sin duda, también su ‘Leo’ la mar de contemporáneo, un gran discurso para el siglo XXI: que no exista insensato que quiera limpiar, lavar la cara a la chica de la periferia. La mujer nunca será una presa de nadie. Irá siempre adelantada, la cartonera de la policía. Un mensaje, ejercicio de dignidad y de gran riesgo en otro intento de lavar pecado original y sentimientos de culpa.
Borau tiene en su cine más sabiduría sobre la condición humana que muchos libros obstinados en enseñar y moralizar. Por eso, a José Luis le podemos llamar maestro, además de amigo. Y, aparte, un gusto estético y narrativo de todo un clásico, moderno y vitalista. Creo que Borau y ‘Leo’ harían las delicias de David Lynch. Tienen sus coincidencias, sí, pero eso ya es otro artículo.

Publicado en la revista Turia, marzo 2009